El champagne y el amor son veleidosos: uno llega a pensar que nunca se acabarán, y cualquier día se agotan al unísono.
Antiguamente las carrozas se volvían calabazas; hoy basta con cambiar de marca de cigarros para saber que el sueño dió de sí y es preciso explicar porqué lleva uno quince meses atrasado con la renta. Por qué las cuatro llantas del carromato lucen desmejoradas a extremos oncológicos. Por qué los taxis no se paran cuando y donde yo quiero. Por qué estoy recordando frente a un vino envasado en tetrapak el momento en que me miré al espejo y murmuré: -Qué asco: un nuevo pobre.-
No sé si el evangelio diga algo sobre el acto de discriminarse a sí mismo, pero si por mí fuera no me permitiría ni entrar a mi casa. De hecho, he prohibido toda reflexión acerca de las tristes condiciones en que sobrellevo mi infortunio; no tanto porque crea superfluos tales pensamientos, sino por causa de la pulcritud elemental que me impide siquiera dirigirle la palabra a un prángana de tan reciente cuño como yo.
Extracto de un escrito original de Xavier Velasco.
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